La llegada del olivo a Galicia con los romanos
El olivo llegó a Galicia durante la romanización de la Península Ibérica en el siglo I. En lo que los romanos llamaron Gallaecia encontraron un clima idóneo para el cultivo de la aceituna, un producto vital para ellos, pues no sólo lo usaban en la cocina, sino también como combustible y como base para elaborar todo tipo de ungüentos.
La extracción del aceite de oliva ya la practicaban los griegos y los fenicios, pero es en Roma en donde su producción amplia enormemente, popularizando su consumo entre todas las clases sociales. Esta incipiente industria olivarera encuentra en Galicia un terreno óptimo para la producción de aceites de gran calidad con los que abastecer a la Hispania romana.
La práctica desaparición del olivo en Galicia
No se sabe con certeza los motivos del descenso del número de olivos en Galicia en los siglos oscuros de la Reconquista. Se cuenta con frecuencia que fueron los Reyes Católicos los que mandaron talar los olivares gallegos para favorecer la producción de la aceituna en los territorios reconquistados a Al-Andalus.
Si bien parece más verosímil el empleo de incentivos fiscales que protegiesen a otras regiones productoras, como los promovidos por el Conde-Duque de Olivares, valido de Felipe IV y reconocido productor de aceite de oliva de la provincia de Sevilla.
Esas trabas administrativas, unidas a la expansión de nuevos cultivos llegados de América, que proporcionaban unos rendimientos mucho más altos en una economía en la que imperaba el minifundismo, llevaron a que el cultivo de la aceituna fuese desapareciendo y con ello la mayor parte de los olivos que existían en Galicia.
Una tradición milenaria
Únicamente en las zonas más apartadas de las riberas del Sil y el Bibei se siguió elaborando aceite de oliva de calidad suprema, manteniendo viva una tradición milenaria que ha llegado hasta nuestros días.
Así lo atestiguan los viejos molinos de aceite que se conservan en las zonas de Galicia de mayor tradición olivarera y el legado de unas variedades autóctonas, todavía en proceso de catalogación, que vale la pena preservar y disfrutar.